(Viernes de terror...)
El veintiséis de diciembre del año pasado, encontré un ornamento navideño bastante genial en un estante polvoso. Tenía instaurada una cámara para grabar tus festividades desde una perspectiva única. Tomé el último de la tienda y me lo llevé a casa por menos de diez dólares. Me olvidé de él hasta que mi esposa, mis dos hijas y yo decoramos la casa a inicios de este mes. Les dije a mis hijas sobre la cámara y les dije que podríamos atrapar a Santa en el acto secretamente. Yo tenía un disfraz viejo en el ático, y pretendería repartir algunos regalos la noche de Navidad frente a la vista panorámica de la cámara.
Mis niñas estaban encantadas, e iban de arriba para abajo tratando de encontrar el mejor lugar en el árbol para poder colocar el ornamento. No tenían idea de que papá lo reposicionó más tarde para que en verdad pudiera capturar a la sala de estar con un buen ángulo. En la noche previa a Navidad, encendí la cámara para asegurarme de que todo funcionase correctamente.
Por la mañana, revisé la grabación —solo lo suficiente como para confirmar que funcionaba—. Satisfecho, volví a colocar la memoria Micro SD en el ornamento y le coloqué una batería nueva a la expectativa de la gran noche. Papá no quería decepcionar a sus niñas con una grabación fallida.
Disfrutamos Nochebuena en familia, jugando juegos de mesa y comiendo mucha más comida chatarra para la que teníamos espacio en nuestros estómagos. Como hacemos cada año, les permitimos a nuestras hijas abrir un regalo de papá y uno de mamá antes de que se fueran a la cama. Las niñas, aún aceleradas por su intoxicación azucarada, podían ser escuchadas riéndose en sus habitaciones. De vez en vez, mi esposa y yo podíamos oír cómo una le siseaba a la otra para que guardara silencio, asegurándole que había escuchado talones en el techo o campanas sonando.
Al final, nuestras niñas se durmieron. Mi esposa me besó en la mejilla y se dirigió a la cama mientras yo apagaba todas las luces. Fui por el disfraz y caminé en puntillas por la sala de estar, preparándome para mi gran debut en los cortometrajes. Hice todo lo que se esperaría que Santa hiciese: comí la mayoría de las galletas, bebí la leche, me acaricié mi gran panza diciendo mis jo, jo, jos, y dejé unos regalos por la chimenea —todo en plena vista de la cámara—. Una muy buena actuación, si me lo preguntas.
La mañana siguiente, las niñas vinieron corriendo a nuestra habitación para despertarnos. Insistieron, emocionadas, con que viéramos el video antes de abrir los regalos. Transferí la grabación a mi laptop, me adelanté hasta la parte en la que Santa aparecía, y presioné «reproducir». Mis niñas chillaron del gusto y se arrimaron a la pantalla, saludando frenéticamente a Santa mientras oscurecían el video de mi vista.
Me trajo tanta alegría ver cuán felices eran las niñas. Me sentía muy holgazán como para detener el video, así que continuó reproduciéndose en el fondo mientras abríamos nuestros regalos. Noté una caja que no había visto la noche anterior: era pequeña y estaba envuelta con un papel de aluminio azul que no reconocía. Mi nombre estaba en ella, pero mi esposa se veía tan sorprendida como yo al descubrirla ahí. Notando mi confusión, mi hija menor habló:
—¡Papi! ¡Ese tiene que ser de Don Elfo! —dijo; su voz era animada y aguda.
Estaba listo para hacer caso omiso a su comentario del elfo y tomarlo como una de esas cosas raras que los niños dicen, pero mi esposa no se vio muy dispuesta a ignorarlo.
—Cariño, ¿qué elfo? —le preguntó.
Mi hija apuntó a la laptop.
Para entonces, el video había terminado y lo único que permanecía en la pantalla era una vista previa del primer fotograma. —¡El que vino con Santa! —respondió. El pánico me golpeó como un ave contra la hélice de un helicóptero. Sabía que mi esposa no se vistió de elfo. Escaneé el video, adelantándolo y retrocediéndolo hasta que encontré lo que mi hija vio: había alguien en la sala de estar. Caminó hacia una esquina después de que yo había apagado las luces. Había estado parado ahí, viéndome actuar como Santa desde un comienzo.
El extraño hombre alto con disfraz de elfo estuvo de pie y perfectamente inmóvil por alrededor de una hora, viendo a la cámara desde la distancia. Luego de un tiempo, se acercó al plato de galletas y le comió la cabeza al hombre de jengibre. Pasé mi mirada al plato y vi la marca de sus dientes en la galleta decapitada. Entonces, el hombre se acercó al árbol de Navidad y su respiración firme y pausada se hizo audible. Tomó la cámara y el video se detuvo. Bajo un frenesí de pavor, agarré la caja azul que había dejado. Le arranqué el moño e hice a un lado la decoración frívola. Removí el papel de regalo con histeria, abrí la caja y vi su contenido.
Ahí, en una cama de envoltura de burbujas, estaba la batería que yo le había puesto a la cámara la noche anterior. Mi esposa tomó el ornamento y miró en su reverso: la batería estaba ausente. No sé qué me asusta más: lo que la cámara grabó, o lo que el elfo pudo haber hecho luego de que apagó la cámara.
Fuente y Crédito a creepypastas.com
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