Sábado por la noche perezoso

(Fin de semana de terror)
Podríamos decir que nos deja una enseñanza importante...

Heme aquí, enrollado en mi cama, cálido y satisfecho entre las delicadas sábanas de seda, viendo un documental en la televisión de algo sobre lo que nunca había escuchado antes. Lo cambiaría, pero el galón de helado mezclado con galleta de chispas de chocolate no me permite usar mis manos para otra cosa que no sea palear en mi boca la exquisitez congelada.

Noches como esta son raras, pues no es común que todos estén fuera de casa, pero me aferro a saborearlas. De hecho, no espero que nadie vuelva hasta mañana, temprano por la mañana. Eso fue lo que hizo que el rechinido de la puerta de entrada fuera tan alarmante. El pánico me abatió como un tren de vapor. Me escabullí, silente, afuera de la cama, derramando el helado por encima de toda la alfombra blanca prístina, y abrí el clóset a un lado de la cama.

 Ahora escucho pisadas, indiscretas y torpes, como si la persona me quisiera hacer saber que está ahí. Jadeo y recojo la cuchara que hace un momento utilizaba para disfrutar de mi noche libre. Las pisadas se tornan más ruidosas, y me sofoco en el espacio minúsculo que queda en el clóset. Cierro la puerta un par de minutos antes de que el extraño abriera la puerta de la habitación, permitiendo poco más que un mezquino momento de silencio.


 Espío por las rendijas. Su rostro se ve familiar, pero no puedo determinar de dónde es que lo conozco. Nota el helado derramado e impulsa su mirada a la vasta expansión del cuarto.

 —¿Hola? —llama sin sonar amenazador, pero he cometido ese error antes.

Nunca, bajo ninguna circunstancia, debes asumir amistad de una voz. Mira debajo de la cama. Mierda; me está buscando. Sostengo un quejido, y comienzo a aflojar la cabeza de la cuchara con mi dentadura, esperando poder quebrarla y sacar de ella una manera para defenderme. La rompo, pero genera un «clic» sonoro. El hombre voltea su cabeza y prosigue a caminar hacia el clóset.

Tiemblo, rogando que no lo abra, que no lo abra, ¡que no lo abra! La puerta me revela y ambos gritamos simultáneamente por miedo y sorpresa. Sin vacilar, embisto al hombre y entierro el nuevo filo de la cuchara en la piel desnuda que capta mi mirada. Él grita claramente adolorido, pero no me detengo. Entierro el mango a profundidad en su cuello, una y otra vez, hasta que ha perdido el interés de contraatacar. Lloro, disgustado, y me vuelco hacia las escaleras, saliendo de la casa. Corro calle abajo hasta que siento que me he alejado lo suficiente.

 Tomo asiento por un momento y exhalo antes de recuperar la compostura. Sacando mi teléfono, abro Twitter y busco #fiesta, esperando que esta vez sí encuentre una casa en la que no mientan sobre salir toda la noche.

Fuente y Credito a creepypastas.com

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